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Piedra Seca

Ángel Hernández Sesé • jun 29, 2020

Piedra SECA

Me habían contado que el Maestrazgo es un enorme país de montañas “es como una plataforma alta, erizada de montes como conos truncados, verdaderos castillos naturales….que describió Pio Baroja; me hablaron de pueblos monumentales, de masías…pero recuerdo que nadie me había comentado que aquel era el paraíso de la Piedra en Seco. Para quien acude fugazmente a estas tierras desde la gran urbe, todo impresiona y sorprende. 

A medida que me fui acercando por la carretera distraje mi atención hacía los bancales, con esos muros de piedras que sorprendían poblando todo el paisaje ante mis ojos. Fortanete se descubrió para mí como un lugar asombroso, pero al bajar del coche y comenzar a caminar me encontré con esos huertos bajos, separados por extraordinarios muros de piedra, sin ningún cemento o argamasa; y esa fragilidad que se le presupone en la distancia, se revela como algo más que fiable en un lugar en el que han resistido al paso de los años, a las inclemencias del tiempo y a la progresiva desaparición de aquellos artesanos que les dieron vida. 

Retomo el camino hacia Mosqueruela y en la aproximación seguía deleitándome en aquel espectáculo; cerca del casco urbano no pude si no dejar mi coche, bajarme y embeberme de aquel paisaje de lascas, de cantos armoniosamente colocados, de kilómetros de muros y muretes, de pequeños chuzos en los que se cobijaron los pastores, y que hoy a duras penas sobrevivían al olvido y al abandono. Aquella villa medieval se mostró ante mí como un paraíso cincelado en piedra, un lugar en el que soñar marcas de cantero, en el que sentir e imaginar los golpes del martillo y el mimo de los artesanos. Soplaba un viento gélido y muy fuerte, y sin embargo al raser de aquellas paredes de piedra, sentía su fortaleza y su seguridad. No puedes escapar a la tentación de imaginar aquel paisaje hace un siglo, en pleno esplendor con el ir y venir de las gentes, de las reses. Con el callado trabajo del cantero y del artesano; me sobrecogen los restos, las paredes derruidas que han sucumbido al devenir del tiempo, a la modernidad. Se amontonan en algunos puntos los cascos, y sobreviven erguidos y orgullosos los muros más cercanos al pueblo. Un vecino me cuenta, que las piedras se disponían en sentido horizontal, y que una vez alzada la pared, se colocaban unas lascas verticales, con una ligera separación, para evitar que las cabras se subiesen y provocasen el derrumbe. 

Dejó atrás Mosqueruela y sigo acumulando sensaciones; desde la carretera veo muros aún en pie, y otros que ya se han hundido, y esa mezcla resulta dolorosamente cruda; intuyo dónde estuvieron las canteras, distingo ese color tan característico de un gris que transmite aplomo, fortaleza en su contraste con el sol, y que entristece con los claroscuros que acompañan los atardeceres. 

Mi siguiente parada es La Iglesuela del Cid; cuanto veo me sorprende aún más si cabe; de pronto los muros se han vuelto cobrizos, de tonos mucho más suaves; luce el sol y el verde de las praderas alfombra mis pasos. Me ha impresionado el pueblo, como todos los que estoy viendo; pero extramuros, aún me gusta mucho más. Se suceden los caminos, los apriscos, incluso un puente que me sorprende por su salud. Aquí la técnica se sublima, me entretengo en los detalles, en la brillantez de un trabajo hecho arte, y desde hace unos meses Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Intento imaginar el paciente trabajo de aquellos canteros, el acarreo de las piedras, su selección, el tiento firme a la hora de colocarlas una tras otra. Más allá de valorar este paisaje que resulta impresionante, sobrecoge la sufrida labor de quienes idearon y dieron forma al mismo. Puentes, cabañas, muros, fuentes, y a cada paso algo nuevo que me atrapa y que recojo con mi cámara de fotos.  

Pasear entre estas piedras me reencuentra con otros tiempos, otro modo de hacer las cosas. Me rodeo de la pausa y la quietud de la que no disfruto en mi día a día, y me propongo deleitarme ante tanta belleza y disfrutar del momento en soledad. 
Puertomingalvo, verde teruel
Por José Ignacio Perruca 07 sept, 2023
El primer recuerdo que tengo de Puertomingalvo es cuando se dio a conocer gracias al programa de televisión el “Grand Prix”. No había estado nunca allí, por eso un domingo le dije a mi familia que teníamos que ir a visitarlo, pues las imágenes que había visto auguraban un bonito encuentro. Fue un día de otoño, donde amaneció con sol pero frío. La primera parada que hicimos fue en la ermita de san Bernabé, que se encuentra a escasos kilómetros antes de llegar a la población. La carretera que nos acerca es sinuosa y esto hace que no se vea el pueblo hasta que prácticamente lo tienes enfrente. La carretera va ascendiendo por la ladera hasta llegar al destino. A medida que me voy acercando diviso en lo alto su castillo, es como el vigía de un territorio que se ve agreste, muy cerca puedo apreciar “Peñagolosa”, el pico más alto de la provincia de Castellón (1.813 msnm) y el segundo más alto de la Comunidad Valenciana. Entre éste y el pico de Peñarroya con sus 2.020 metros se encuentra Puertomingalvo. Aparco el coche y empezamos a callejear. No sabemos que rumbo tomar, pues salen varias calles estrechas y paralelas con la intención de llegar a la puerta del castillo, y lo digo porque ambas calles nos guardan sorpresas, que intuíamos nada más empezar y que no queríamos perdernos. Pero al final no fue un problema porque veníamos a conocerlo de “cabo a rabo”, así que poco a poco fuimos recorriendo el laberinto de calles que durante el trayecto nos íbamos encontrando. Cada rincón suponía una parada de unos cuantos minutos para poder observar con detalle la arquitectura. Aleros de madera, ventanas y ventanucos, arcos de medio punto, relojes de sol, escudos de piedra, portales, todo esto es lo que nos íbamos encontrando durante el camino. La luz del otoño fue fundamental para deleitarnos y para hacer las fotografías oportunas y llevárnoslas de recuerdo. La casa consistorial fue uno de los edificios que más llamó mi atención, ya que constituye una de las joyas góticas de la provincia de Teruel. Cierto es que Puertomingalvo está más distante de la capital turolense que de la Comunidad Valenciana, razón por la que seguro lo conozcan más que los propios turolenses y, aunque hace más de quince años que fui, desde entonces ya lo he visitado en varias ocasiones, y tengo que decir que todavía me sigue impresionando. No te cansas de pasear por sus calles, esperando encontrar algún detalle desapercibido en las diferentes visitas. Ahora, después de leer estas líneas y observar las fotografías que acompañan a este reportaje, entenderán que Puertomingalvo sea uno de los pueblos más bonitos de España. Fue uno de los primeros de la lista y el primero de la provincia de Teruel. Ostenta este reconocimiento por méritos propios, por su buen hacer, porque sus vecinos son conscientes de la maravilla que tienen y se han preocupado de cuidarlo y conservarlo, de hecho, en 1982 fue declarado Bien de Interés Cultural por su conjunto histórico artístico. Sin duda parece que te hayas trasladado al medievo, al pueblo lo abraza la muralla, recogiéndolo por sus cuatro costados. Antes de llegar al castillo, puedes hacer un alto en el camino y entrar al Centro de Interpretación de los Castillos, visita totalmente aconsejable para comprender la finalidad de éste y de los de la comarca. Cruzando el pueblo, llegamos a la parte más elevada donde se encuentra el castillo del siglo XII. Está asentado sobre una gran roca, dominando todas las panorámicas de la villa. Desde este lugar asomados al “Balcón del Mediterráneo” dicen que se puede ver el mar. Yo me conformo con las grandes vistas, como si fuese un guerrero de la Edad Media. A los pies del castillo y siguiendo la muralla se encuentra uno de los portales por donde se entra a la villa. Hicimos un alto en la visita, pues había que repostar y recargar energías. Y, ¡cómo las recargamos!, los primeros los chicos que comieron unas chuletas de carne exquisitas, por eso lo escribo, porque además de la visita a la ermita y a la villa, tengo que decir que la gastronomía de la zona nos encantó por su sabor casero y tradicional, y como era el mes de octubre, mes propicio para las setas, uno de los platos que pudimos degustar fueron rebollones, todo un manjar al estar tan bien preparados. Poco a poco vamos terminando la estancia en un lugar bello, donde la paz y la tranquilidad han sido claves para disfrutar de la visita. Los relojes de sol de las fachadas de las casas nos indican que nos tenemos que ir, que ellos ya lo van hacer, es un aviso, nos quedan pocos minutos para recoger a los niños y subirlos al coche, seguro que se llevarán una bonita experiencia. Es hora de volver, el sol se ha ocultado con una preciosa puesta de sol y las luces del coche hacen de antorchas para alumbrar la carretera sinuosa, dejando atrás, verdaderamente, uno de los pueblos más bonitos de España.
Por Juan Lorite Martínez 06 sept, 2023
Viajar a Gallocanta entre los meses de noviembre y febrero, es asistir a uno de los más hermosos y elocuentes espectáculos de cuantos pueda ofrecernos el teatro vivo de la Naturaleza en nuestro país. El Campo de Daroca como telón de fondo, las grullas como sus actores principales, y ustedes y yo…, los más fieles espectadores. Que empiece pues la función. Quedan atrás los últimos montes de sabinas y coscojas cuando mi automóvil devora las rectas infinitas que irrigan de asfalto la paramera escarchada de los llanos del Jiloca. Me orillo en la cuneta a la altura de Bello. Salgo del cálido ambiente del coche y siento en las ropas el frío de mil cuchillos que traspasan; tomo aire, un aire limpio, profundo, gélido..., un aire que me es familiar, no en vano lo llevo respirando más de veinte años por estas mismas fechas, que son los que llevo viniendo a este extenso, sobrio y duro paisaje que envuelve a Gallocanta. Desde Valencia vengo pensando en grullas. Lo llevo haciendo desde días atrás. Esta tarde, con el crepúsculo de fuego asistiré una vez más a la emotiva y grandiosa entrada de las grandes zancudas del norte sobre la laguna de Gallocanta. Crepita la escarcha bajo mis suelas cuando llego al pueblo en busca de ese café amable y caliente para la resurrección, de ese dulce del terreno o del vaso de tibio tinto acompañado de las exquisitas carnes del lugar. Pueblos abiertos y amigos del viajero, pues la gente del frío no es fría, sino cálida y noble, solidaria con el que viene “de fuera”, de esa cruda intemperie que reina apenas unos metros más allá de sus estufas y chimeneas. Con el crepúsculo vuelven las hordas. Espero paciente la entrada de las doncellas de gris, más emotiva y grandiosa incluso que su salida con el alba, algo más espaciada y discreta. Sobre el ascua del cielo resoplan lejanas trompetas de nuevo, y crece nuestra emoción trasladada a ese principio de nuestros tiempos cuando el Hombre y la criatura salvaje se entendían y respetaban; un rosario de damas emplumadas llena el aire frío y limpio dibujando escuadras milenarias, disipándose y confundiéndose entre un estallido de miles de estrellas que brotan en la noche dando lugar a un firmamento de cuento. Sus voces se apagan poco después, acomodadas para el sueño sobre las aguas de siempre hasta la mañana próxima. No suelo faltar a la cita con el frío más intenso del año, con su prístina laguna y con los llanos que muerde el cierzo y talla el Jiloca. A ustedes, lectores, les sugeriría dejarse perder y llevar por el embrujo de un acontecimiento único y natural repetido dos veces al día durante tres meses largos al año, y a Gallocanta, por pedir le pediría que no dejara jamás con sus encantos, de atraer cada año a las damas grises del norte, como lo viene haciendo desde tiempos inmemoriales. El llano es tiniebla. Las luces de los tractores que se recogen tras la jornada serpentean por los caminos hacia los pueblos. Gallocanta, Berrueco, Las Cuerlas y Bello encienden el páramo. Hace frío, mucho frío. ¿Un café?
Cogujada montesina
Por Arturo Bobed Ubé 06 sept, 2023
Al amanecer, los primeros rayos de luz penetran en la cárcava. En su interior, tras una heladora noche invernal, en la que se alcanzaron hasta once grados bajo cero en el altiplano turolense, unos brillantes ojos negros se despiertan. Comienza un nuevo día. Nuestra protagonista se sacude la escarcha, despliega las alas, extensión seguida de flexión, los glóbulos rojos nucleados de su sangre transportan el oxígeno a todos y cada uno de los músculos. Acto seguido, revisa los cañones y raquis de sus plumas de color negro azabache con ayuda de un pico algo singular, pues a consecuencia de una pobre primavera durante la juventud su mandíbula inferior luce cierto desvío a la izquierda, dándole el aspecto de zurda. A los pocos minutos de este ritual se dispone a salir de la guarida. En su mapa mental guarda todas y cada una de las oquedades del roquedo calizo en el que vive, como si de grandes rascacielos se trataran. Nuestra amiga no está sola, tiene dos vecinas de cárcava de un color negro mate que le acompañan en el paso de este duro invierno. Juntas se disponen a visitar uno de los mejores lugares para encontrar insectos a primeras horas de la mañana, las grandes grietas de un soleado cabezo conocido como “el carnicero” por su aspecto de muela canina. Allí se encuentra gran cantidad de comida en forma de arañas que siguen activas, a pesar del frio, gracias a las galerías subterráneas que ofrece el karst. Antes de llegar al mismo, las tres observan unos reflejos azulados moviéndose alrededor de las grietas. Se trata de un ave de colores metálicos, el Roquero solitario, un madrugador adelantado que parece indicar que el desayuno está en la mesa. La Zurda y sus dos compañeras tras estar unos minutos ingiriendo calorías, coinciden con otra especie, ésta mucho más mimética que la anterior pero no menos austera, ya que luce una cresta de lo más vistosa. Se trata de una Cogujada montesina, acompañada de su fiel pareja, a la cual conoce prácticamente de toda la vida. Juntas escudriñan el suelo en busca de insectos y granos. De repente, tras unos “tsip, tic-tic-tic”, aparece un macho de Colirrojo tizón, un nuevo vecino en el roquedo, que llegó del lejano norte con los primeros fríos. Su técnica de caza es novedosa ya que se posa en perchas y se abalanza sobre las presas… quizás sea el momento de que la Zurda y sus compañeras aprendan nuevas destrezas. De repente, entre tanta actividad, un silencio tenso. Muchas de las aves desaparecen. Por encima pasa una bandada de pájaros enmascarados chillando procedentes de un campo cercano. Son Escribanos montesinos en plena huida. La Zurda mira hacia el soleado cielo, vislumbra una silueta en forma de aspa trazando círculos cada vez más cerrados sobre ella y sus compañeras. En ese mismo momento percibe unos ojos amarillos con ceja blanca que se clavan en lo más profundo de su instinto. No recuerda haber visto otros tan amenazantes. Sabe que es hora de marchar, aquella es una rapaz pequeña pero letal, capaz de abatir cualquier presa. Tras una persecución explosiva en horizontal, el grupo de las tres amigas se separa. La Zurda consigue esconderse en una ínfima grieta desde la que observa una sombra doble pasar. El Gavilán norteño, recién llegado de Europa central, ha dado caza a una de sus compañeras, precisamente a la más joven e inexperta y ahora, la rapaz exhausta puede recuperarse de su agotador viaje. Tras la accidentada mañana, las dos supervivientes se reúne en una zona cercana al nido de la pasada temporada, un abrigo del roquedal con aspecto barroco. La Zurda comienza a transportar piedras al nido en un alarde de vigorosidad, quizás para impresionar a la pareja. El sol de febrero pronto llega a su fin. Como la mayoría de los vecinos emplumados saben que es hora de resguardarse. Solo se oye el ulular en celo del Búho real. Los días se irán haciendo poco a poco más largos y la Zurda comenzará a enriquecer también su comportamiento. Ahora juega a perseguir a su pareja, con una vertiginosa danza al borde del precipicio, con vuelos arriba y abajo, desplegando al caer su cola blanca con la característica T negra invertida. Y hasta aquí la pequeña historia de un macho de Collalba negra (Oenanthe leucura) con el pico deformado, tratando de conquistar a una hembra para traer al mundo a sus singulares polluelos. Una especie muy escasa que tan solo se da en el noroeste africano y en la vertiente mediterránea y que, afortunadamente, encontramos también en los roquedos turolenses.
Por Vicente Aupí 06 sept, 2023
Ernest Hemingway, Ilya Ehrenburg, Kati Horna, Walter Reuter, Henry Buckley, Capa, Herbert Matthews
Trincheras de Sarrión, un viaje al pasado. Verde Teruel. 50 experiencias
Por Ángel Salvador Pastor. "Lino" 06 may, 2023
Trincheras de Sarrión, un viaje al pasado. Verde Teruel. 50 experiencias. Desde hace ya mucho tiempo, Sarrión está ligada a la tragedia de la guerra civil, en su centro de interpretación podéis ver algo de este momento trágico que le toco vivir a esta población, así como u n audio visual que nos habla de las trincheras del barranco de la Hoz.
Por Pablo Perruca Ubeda 06 may, 2023
Río Pitarque. El Ojo la Fuente, verdadero mindfulness turolense
Minas de Sierra Menera, Ojos Negros. Verde Teruel
Por Diego Arribas 06 may, 2023
A veces, la cartografía miente. Si observamos el mapa topográfico de las minas de Sierra Menera, frontera natural entre las provincias de Teruel y Guadalajara, comprobamos que no recogen las profundas transformaciones del terreno provocadas por la minería a cielo abierto desarrollada durante largos años. Pico del Lobo, cerrillo Mediano, collado de los Asnos, mojón Alto… todos los accidentes geográficos de este coto minero siguen figurando en el plano con sus curvas de nivel intactas. Suaves pendientes de monte bajo hacia Setiles en el lado de Castilla y hacia Ojos Negros en la vertiente aragonesa. Por el contrario, la ortoimagen que nos envía el Landsat 5 desde más allá de la ionosfera es pura poesía: una sinfonía de vivos colores anaranjados destaca entre la masa verde de los montes de Sierra Menera, revelando la magnitud de la acción extractora. Todo un poema cromático a base de bocados al terreno fotografiados desde 705 kilómetros de altura. Si un antiguo minero quisiera mostrar a sus nietos cómo eran aquellos agujeros en los que se dejó la piel, en medio del hielo y el hierro, podría echar mano de esta imagen espacial tomada el mismo año que la compañía minera abandonó estos cerros: la foto de final de curso de 1987. Entre los ocres, naranjas y rojos del filtro laplaciano tal vez adivine la situación de las cintas transportadoras, del ramal de la vía férrea hacia Montiel o de los talleres de mantenimiento de los vehículos pesados. Hoy, 32 años después de aquella foto, el Landsat 5 miente como lo hace el cartógrafo porque la mayoría de esos elementos han desaparecido. La naturaleza y la acción antrópica han continuado su implacable trabajo de erosión, borrando los signos de la actividad minera. Las lluvias, desdibujando el perfil escalonado de las grandes simas, el hombre desmantelando estructuras, vías y edificios. El paseante que se aventure por esta cicatriz abierta al frío y al olvido en las laderas de Sierra Menera podrá experimentar todas las sensaciones posibles de las categorías del paisaje. Desde el vértigo de las paredes de los acantilados de Normandía, hasta la sublime inmensidad del desierto del Sahara; desde la ordenada geometría de los zigurats de Mesopotamia hasta las enigmáticas composiciones de los karst de Capadocia. Si el pintor Caspar David Friedrich hubiera conocido los inhóspitos rincones de Sierra Menera, es probable que hubiera trasladado su caballete desde la costa del mar Báltico hasta este encrespado mar de mineral descarnado. En lugar de los acantilados de la isla de Rügen, los cortes a plomo de los frentes de cantera; sustituyendo a los faros de Kap Arkona, las torres de celosías metálicas; compitiendo con las marejadas y los naufragios frente al Nordkap, las voladuras de rocas y los aludes de mineral. Desolación, vacío, silencio… un dramático paisaje hecho a la medida de los espíritus solitarios. Sierra Menera, frente al tópico de “un paisaje lunar” quedó convertida en un paisaje del hombre. Trágico, violento, pero deslumbrante por la rotunda plasticidad de las formas y los colores de la tierra abierta en canal a nuestra mirada. Profundas simas escalonadas, desmontes y terraplenes nos muestran todos los tonos posibles de las entrañas de la Tierra: ocres, pardos, rojizos… una amplia paleta cromática desde el intenso azabache de las pizarras bituminosas hasta las níveas formaciones de los cristales de cuarzo. Las minas de Sierra Menera se muestran ante nosotros como un territorio conquistado por la derrota. Por la tragedia del despojamiento. Miseria, desolación, tierra quemada, arrasada, desdeñada, maldita, ignorada, escondida, silenciada, mancillada y, a pesar de ello, o quizás gracias a todo ello, tan bella. La conmoción de la soledad del paisaje nos invita a un recorrido errante en búsqueda de señales, guiños o pistas del lenguaje del lugar que emerge de sus rincones, de sus ruinas, de la convulsión volcánica de sus formas. La misión es caminar, dejando que el polvo del mineral y de la historia se pegue a nuestros pies.
Río ebrón, Tormón, barranquismo en Teruel,
Por Dobleuve 17 abr, 2023
Para todos aquell@s que les guste mojarse, como se suele decir hasta el ombligo, les recomiendo esta experiencia, ya que no es nada peligrosa y que se puede hacer incluso con niños. La particularidad de esta ruta es que discurre dentro del río entre paredes de piedra. El lugar de partida es desde el pueblo de Tormón. Vamos a ir por los estrechos del río Ebrón. Lo primero que me llamó la atención fue la llegada al pueblo, de repente, la carretera se lanza hacia abajo entre curvas de serpiente para buscarlo. Y es antes de comenzar la bajada, sin previo aviso, nos topamos con el pueblo a nuestros pies, a vista de pájaro. Es la primera sorpresa que recibimos. Tormón es un pueblecito pequeño que tiene un gran encanto por toda la naturaleza que le rodea. Por ejemplo, está la cascada de Calicanto donde da comienzo la ruta de los estrechos. Como si se tratara de la selva del Amazonas, encontramos un paso para empezar la ruta. La aproximación al río la hacemos pasando por un molino, ya en ruinas. El verde que nos rodea y los chopos a los lados del río cubriendo todo el sendero en su primer tramo, hace que nos sintamos unos verdaderos exploradores. Nada más iniciar nuestra aventura, nos tenemos que ir metiendo al río, ¡Uf que fría está el agua!, es la frase que la pronunciamos al unísono, y eso que solo nos llega de momento a los tobillos, pero como he dicho antes, nos sentimos exploradores. Poco a poco la maleza hace acto de presencia y en pocos metros nos tenemos que meter dentro del río, sí o sí; no hay escapatoria. Nosotros fuimos con nuestros hijos, y fue un entretenimiento constante. Mientras íbamos pendientes de ellos para que pisaran en los sitios correctos, ellos se recreaban en todas las pequeñas cascadas que se formaban. Ya el nivel del agua, en algunos tramos, se acerca a la rodilla, eso en nuestro caso, en los chicos un poco más arriba. Es conveniente llevar un palo para saber donde se pisa y saber la profundidad, aunque no hay pozas más arriba del ombligo, eso no quiere decir que no haya que ir con cuidado. Poco a poco y casi sin darnos cuenta, entramos en el lugar mágico que nos regala este entorno. De repente el río se abre paso entre unas paredes de piedra, que casi se pueden tocar extendiendo los brazos. La vista la alzamos para ver hasta donde llegan, y casi es mejor no mirar, porque todavía se siente más el abismo, no hacia abajo sino hacia arriba, ya que no hay manera de escapar. Tal vez para los que sientan claustrofobia, nos es el lugar indicado. Por el paso en esta zona, el agua ya nos ha llegado al ombligo, y el tramo por donde vamos por encima de la rodilla. El agua está fría, a pesar de ser el mes de Julio que es cuando lo hicimos y que es la fecha más recomendable por el calor que hace, además de empezar sobre las tres de la tarde, en la hora más calurosa del día. Eso si, estar pendiente que los días de antes y ese día no den tormentas. A medida que vamos avanzando las paredes se cierran un poco más, esto hace que el agua corra más deprisa. La luz entra menos, el calor que hemos pasado antes nada más comenzar, brilla por su ausencia. Solo el griterío de los niños y el nuestro propio invade un lugar que solo tiene cabida para el agua. Parece que llevamos todo el día dentro del río, pero avanzar por dentro de su caudal, sorteando las piedras, observando donde ponemos la pisada para que el agua nos moje como mucho hasta las rodillas, hace que la marcha sea lenta, de todas formas se trata de pasarlo bien y dan fe de ello mis hijos y nosotros. Poco a poco las paredes van abriéndose dejando paso a los rayos de sol y a la vegetación, parecía que no iba a terminar, nos encontrábamos como un hámster dentro de un laberinto, encerrados. Ya las aguas iban más mansas, cuando pasamos por debajo de un arco de piedra, otra de las maravillas de esta excursión. Llegamos a un punto donde tuvimos que saltar a una poza, para ya salir por una senda que sale a nuestra derecha subiendo la escarposa montaña, pero que solo fueron unos metros. Salimos a una pista para continuar hasta el pueblo, concluyendo así la ruta.
Luis Buñuel, Calanda
Por Daniel Millera 03 abr, 2023
El cineasta Luis Buñuel y Calanda
Drama de la Cruz. Semana Santa. Alcorisa
Por Ángel Hernández Sesé 08 mar, 2023
Drama de la Cruz. Semana Santa. Alcorisa
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